Dos días después de subir al norte, bajo, de nuevo en tren, al sur. El mismo tren que me llevó a Madrid, me lleva otra vez a Cádiz, mi ciudad, mi hogar. Una tónica en la cafetería, con un ventanal que me enseña un cielo nublado y un campo verde, muy verde, me hacen compañía mientras escribo esta entrada que cierra el círculo de escribir "in itinere".
El Escorial sigue igual de fantástico de como lo recordaba desde la última vez que lo ví hace unos años. Sus paisajes, sus calles, sus bares, siguen ahí, como si no pasara el tiempo por ellos. Y por encima de todo, sobre un cielo azul poblado de nubes, el imponente monasterio que se construyera por orden de Felipe II, sigue impresionando a propios y extraños. Mitad palacio, mitad monasterio, recuerda al poder de antaño por los cuatro costados. En la actualidad, lo único que lo une al poder es el Panteón Real, donde los reyes de España, desde Carlos I, son enterrados.
Del curso que me llevó a El Escorial decir que ha merecido la pena. Ha sido denso, cansado, pero muy interesante. Además, volver a encontrarte con compañeros de casi todos los rincones del país, es tan enriquecedor que, sólo por eso, merece la pena recorrer cientos de kilómetros,.
El tren baja tan lleno como subió. Curiosamente, como una pequeña venganza del destino, ruidosos niños viajan en los asientos contiguos. Bueno, ¿qué le vamos a hacer? Siempre queda una tónica en la cafetería. También baja un buen amigo que vuelve de Barcelona de recibir buenas, muy buenas noticias. Un tren es un pequeño universo repleto de pequeños mundos que viajan juntos.
Estamos llegando a Cádiz y, por tanto, el final de este viaje y el final de esta entrada. Como dice el título, todo lo que sube, baja.
Hasta la próxima, suerte y bendiciones.