
Hoy me he dado en el mar el primer baño de la temporada. Volver a sumergirme en el mar ha sido como volver a la respirar. Frío y transparente, el mar me estaba esperando. En realidad, han sido dos baños. El segundo aún mejor que el primero.
Desde que tengo uso de razón me ha gustado meterme en el agua. El mar en la playa, un río en el campo, una piscina allá donde estuviera, ejercen tal atracción sobre mí que no puedo dejar de zambullirme en el agua.
Para mí, hundirme en el líquido elemento es como volver al seno materno; es la libertad de flotar, es una catarsis necesaria, pero sobre todo, estar bajo el agua, es el silencio. Bajo el agua no puedo hablar, que es para mí algo imposible dejar de hacer en la superficie, y entonces el silencio no deja de sorprenderme, la pena es que apenas me dura 20 segundos que es lo que aguanto sumergido sin respirar.
Desde hace años, durante el invierno, voy a la piscina a mantenerme en forma. Es como un pequeño refugio en espera del mar del verano. Al terminar la tabla de ejercicios me hundo hasta el fondo buscando el silencio, aguantando hasta el límite de la asfixia.
Mi santo patrón, San Antonio de Padua, fue un monje franciscano y predicador que vivió para el mundo y para Dios a caballo entre el siglo XII y XIII. En los muchos prodigios que se le atribuyen está el hablarle a los peces con tanta maestría que éstos sacaban sus cabezas del agua para escucharlo. Ahí encuentro un vínculo entre mi verborrea y el agua. El otro es que cuando el sarcófago de San Antonio fue abierto, treinta años después de su muerte, lo único que se conservaba incorrupto fue su lengua ¿quién duda ya de dónde me viene la manía de no callar?
Hoy me he dado los primeros baños de la temporada. Quizás también debería ser el primer día de moderar mi lengua y desarrollar más la virtud de escuchar sin poner los ojos redondos.
Hasta la próxima, suerte y bendiciones.