miércoles, 4 de agosto de 2010

Enriqueta y Rufina


Cuando llegó, junto a su hermana, a nuestra casa no era para quedarse. Venían las dos en régimen de acogimiento temporal hasta que un alma caritativa se hiciera cargo de ellas. Mi madre se encariñó con las dos, sin embargo, con dolor de su corazón, unos días después, tuvo de despedirse de una de ellas. Y así, sólo quedaron las dos: Enriqueta y Rufina que así hubo de llamarse nuestra gata doméstica, en honor al protagonista de la canción que, por aquellos tiempos, cantaba muy alegremente Luz Casal.

Dieciséis años vivieron Enriqueta y Rufina su gatuna historia de amistad. Se hacían compañía mutuamente, aunque "Rufinita", como la llamábamos cariñosamente, más bien le hacía la "puñeta" a Enriqueta. Todos sus adornos fueron cayendo uno a uno al suelo, todos sus muebles fueron poco a poco siendo arañados, todos los sofás fueron premeditadamente deshilachados, mientras Enriqueta disculpaba y consentía a Rufina todas sus "travesuras". Enriqueta le daba de comer, la lavaba y le cortaba las uñas, la llevaba a vacunar y le procuraba todo bien. Rufinita, en cambio, estaba decidida a acabar con todo aquello que Enriqueta quería. Sin embargo, a pesar de todo, se buscaban, se necesitaban, y se hacían mucha, mucha compañía. Creo que a Enriqueta, Rufinita le recordaba su infancia de azoteas de Cádiz donde sus gatos jugaban y tomaban el sol. En medio de ellas dos, uno de los más perjudicados, fui yo. Mi habitación fue campo de batalla para Rufina. Recuerdos de mis viajes eran uno de sus mayores objetivos. Cerámica de Israel, iconos de Taizé, nada quedaba a salvo si Rufina fijaba su interés en ellos. Mi ropa era objeto de su devoción. Si dejaba mi chaquetón marino encima de la cama, aparecía lleno de pelo, si dejaba un jersey, igual, hasta una bufanda era adecuada si, de dejar sus pelos, se trataba. En realidad, y entre ustedes y yo, Rufinita estaba enamorada de mí, y dejar sus pelitos era la "encantadora" forma de desmostrármelo.

En fín, un día Rufinita enfermó, Enriqueta la llevó al veterinario de toda la vida y le dió la triste noticia de que nuestra gata había enfermado y que lo mejor era que fuera al cielo de los gatos. Enriqueta supo estar a la altura de su amistad y no se reservó a su amiga a costa de sus sufrimiento y, una mañana de invierno, despidió para siempre a su compañera de tantos años.

Ahora, Rufinita está en su cielo, seguramente sobre una nube con forma de mi chaquetón marino, mirando con ojos golositos los nuevos adornos de Enriquete y los recuerdos de mis viajes y moviendo su patita con intención de estrellarlos en el suelo. ¿Qué le vamos a hacer? Cosas de gatos.

Hasta la próxima, suerte y bendiciones.

3 comentarios:

Juan Antonio dijo...

Qué gran historia... y qué bien contada. Un abrazo.

Tere dijo...

Me ha encantado la historia de Rufina y la abuela Keka

Ote dijo...

Pero que tierno Antonio, me ha gustado mucho la historia. Todos recordamos a Rufina. Un Beso